Translate

lunes, 9 de noviembre de 2015

Leer a Edgar Allan Poe
El Diablo en el Campanario

Todo el mundo sabe, de una manera general, que el lugar más hermoso del mundo es -o era, ¡ay!- la villa holandesa de Vondervotteimittiss. Sin embargo, como queda a alguna distancia de cualquiera de los caminos principales, en una situación en cierto modo extraordinaria, quizá muy pocos de mis lectores la hayan visitado. Para estos últimos convendrá que sea algo prolijo al respecto. Y ello es en verdad tanto más necesario cuanto que si me propongo hacer aquí una historia de los calamitosos sucesos que han ocurrido recientemente dentro de sus límites, lo hago con la esperanza de atraer la simpatía pública en favor de sus habitantes. Ninguno de quienes me conocen dudará de que el deber que me impongo será cumplido en la medida de mis posibilidades, con toda esa rígida imparcialidad, ese cauto examen de los hechos y esa diligente cita de autoridades que deben distinguir siempre a quien aspira al título de historiador.

Gracias a la ayuda conjunta de medallas, manuscritos e inscripciones estoy capacitado para decir, positivamente, que la villa de Vondervotteimittiss ha existido, desde su origen, en la misma exacta condición que aún hoy conserva. De la fecha de su origen, sin embargo, me temo que sólo hablaré con esa especie de indefinida precisión que los matemáticos se ven a veces obligados a tolerar en ciertas fórmulas algebraicas. La fecha, puedo decirlo, teniendo en cuenta su remota antigüedad, no ha de ser menor que cualquier cantidad determinable. 
Con respecto a la etimología del nombre Vondervotteimittiss, me confieso, con pena, en la misma falta. Entre multitud de opiniones sobre este delicado punto -algunas agudas, algunas eruditas, algunas todo lo contrario- soy incapaz de elegir ninguna que pueda considerarse satisfactoria. Quizá la idea de Grogswigg -que casi coincide con la de Kroutaplenttey- deba ser prudentemente preferida. Es la siguiente: Vondervotteimittiss -Vonder, lege Donder- Votteimittiss, quasi und Bleitziz -Bleitziz obsol: pro Blitzen. Esta etimología, a decir verdad, se halla confirmada por algunas huellas de fluido eléctrico manifiestas en lo alto del campanario del edificio de la Municipalidad. No deseo, sin embargo, pronunciarme en tema de semejante importancia, y debo remitir al lector deseoso de información a las Oratiunculae de Rebus Praeter-Veteris, de Dundergutz. Véase también, Blunderbuzzard, De Derivationibus, págs. 27 a 5.010, in folio, edición gótica, caracteres rojos y blancos, con reclamos y sin iniciales, donde pueden consultarse también las notas marginales autógrafas de Stuffundpuff y los comentarios de Gruntundguzzell. 
No obstante la oscuridad que envuelve la fecha de la fundación de Vondervotteimittiss y la etimología de su nombre, no cabe duda, como dije antes, de que siempre existió como lo vemos actualmente. El hombre más viejo de la villa no recuerda la menor diferencia en el aspecto de cualquier parte de la misma, y, a decir verdad, la sola insinuación de semejante posibilidad es considerada un insulto. La aldea está situada en un valle perfectamente circular, de un cuarto de milla de circunferencia, aproximadamente, rodeado por encantadoras colinas cuyas cimas sus habitantes nunca osaron pasar. Lo justifican con la excelente razón de que no creen que haya absolutamente nada del otro lado. 
En torno a la orilla del valle (que es muy uniforme y pavimentado de baldosas chatas) se extiende una hilera continua de sesenta casitas. De espaldas a las colinas, miran, claro está, al centro de la llanura que queda justo a sesenta yardas de la puerta de cada una. Cada casa tiene un jardinillo delante, con un sendero circular, un cuadrante solar y veinticuatro repollos. Los edificios mismos son tan exactamente parecidos que es imposible distinguir uno de otro. A causa de su gran antigüedad el estilo arquitectónico es algo extraño, pero no por ello menos notablemente pintoresco. Están construidos con pequeños ladrillos endurecidos a fuego, rojos, con los extremos negros, de manera que las paredes semejan un tablero de ajedrez de gran tamaño. Los gabletes miran al frente y hay cornisas, tan grandes como todo el resto de la casa, sobre los aleros y las puertas principales. Las ventanas son estrechas y profundas, con vidrios muy pequeños y grandes marcos. Los tejados están cubiertos de abundantes tejas de grandes bordes acanalados. El maderaje es todo de color oscuro, muy tallado, pero pobre en la variedad del diseño, pues desde tiempo inmemorial los tallistas de Vondervotteimittiss sólo han sabido tallar dos objetos: el reloj y el repollo. Pero lo hacen admirablemente bien y los prodigan con singular ingenio allí donde encuentran espacio para la gubia. 
Las casas son tan semejantes por dentro como por fuera, y el moblaje responde a un solo modelo. Los pisos son de baldosas cuadradas, las sillas y mesas de madera negra con patas finas y retorcidas, adelgazadas en la punta. Las chimeneas son anchas y altas, y tienen no sólo relojes y repollos esculpidos en el frente, sino un verdadero reloj que hace un prodigioso tic-tac, en el centro de la repisa, y en cada extremo un florero con un repollo que sobresale a manera de batidor. Entre cada repollo y el reloj hay un hombrecillo de porcelana con una gran barriga, y en ella un agujero a través del cual se ve el cuadrante de un reloj. 
Los hogares son amplios y profundos, con morillos de aspecto retorcido y agresivo. Allí arde constantemente el fuego sobre el cual pende un enorme pote lleno de repollo agrio y carne de cerdo, que una buena mujer de la casa vigila continuamente. Es una anciana pequeña y gruesa, de ojos azules y cara roja, y usa un gran bonete como un terrón de azúcar, adornado de cintas purpúreas y amarillas. El vestido es de una basta mezcla de lana y algodón de color naranja, muy amplio por detrás y muy corto de talle, a decir verdad muy corto en otras partes, pues no baja de la mitad de la pierna. Las piernas son un poco gruesas, lo mismo que los tobillos, pero lleva un bonito par de calcetines verdes que se las cubren. Los zapatos, de cuero rosado, se atan con un lazo de cinta amarilla que se abre en forma de repollo. En la mano izquierda lleva un pequeño reloj holandés; en la derecha empuña un cucharón para el repollo agrio y el cerdo. Tiene a su lado un gordo gato mosqueado, con un reloj de juguete atado a la cola que «los muchachos» le han puesto por bromear. 
En cuanto a los muchachos, están los tres en el jardín cuidando el cerdo. Tienen cada uno dos pies de altura. Usan sombrero de tres puntas, chaleco color púrpura que les llega hasta los muslos, calzones de piel de ante, calcetines rojos de lana, pesados zapatos con hebilla de plata y largos levitones con grandes botones de nácar. Cada uno de ellos tiene, además, una pipa en la boca y en la mano derecha un pequeño reloj protuberante. Una bocanada de humo y un vistazo, un vistazo y una bocanada de humo. El cerdo, que es corpulento y perezoso, se ocupa ya de recoger las hojas que caen de los repollos, ya de dar una coz al reloj dorado que los pillos le han atado también a la cola para ponerle tan elegante como al gato.
Justo delante de la puerta de entrada, en un sillón de alto respaldo y asiento de cuero, con patas retorcidas de puntas finas como las mesas, está sentado el viejo dueño de la casa en persona. Es un anciano pequeño e hinchado, de grandes ojos redondos y doble papada enorme. Sus ropas se parecen a las de los muchachos, y no necesito decir nada más al respecto. Toda la diferencia reside en que su pipa es un poco más grande que la de aquéllos y puede aspirar una bocanada mayor. Como ellos, usa reloj, pero lo lleva en el bolsillo. A decir verdad, tiene que cuidar algo más importante que un reloj, y he de explicar ahora de qué se trata. Se sienta con la pierna derecha sobre la rodilla izquierda, muestra un grave continente y mantiene, por lo menos, uno de sus ojos resueltamente clavado en cierto objeto notable que se halla en el centro de la llanura. 
Este objeto está situado en el campanario del edificio de la Municipalidad. Los miembros del Consejo Municipal son todos muy pequeños, redondos, grasos, inteligentes, con grandes ojos como platos y gordo doble mentón, y usan levitones mucho más largos y las hebillas de los zapatos mucho más grandes que los habitantes comunes de Vondervotteimittiss. Desde que vivo en la villa han tenido varias sesiones especiales y han adoptado estas tres importantes resoluciones:
«Que está mal cambiar la vieja y buena marcha de las cosas.»
«Que no hay nada tolerable fuera de Vondervotteimittiss», y 
«Que seremos fieles a nuestros relojes y a nuestros repollos.» 
Sobre la sala de sesiones del Consejo se encuentra la torre, y en la torre el campanario, donde existe y ha existido, desde tiempos inmemoriales, el orgullo y maravilla del pueblo: el gran reloj de la villa de Vondervotteimittiss. Y a este objeto se dirige la mirada de los viejos señores sentados en los sillones con asiento de cuero. 
El gran reloj tiene siete cuadrantes, uno a cada lado de la torre, de modo que se lo puede ver fácilmente desde todos los ángulos. Sus cuadrantes son grandes y blancos, las agujas pesadas y negras. Hay un campanero cuya única obligación es cuidarlo; pero esta obligación es la más perfecta de las sinecuras, pues jamás se ha sabido hasta hoy que el reloj de Vondervotteimittiss haya necesitado nada de él. Hasta hace poco tiempo, la simple suposición de semejante cosa era considerada herética. Desde el más remoto período de la antigüedad al cual hacen referencia los archivos, la gran campana ha dado regularmente la hora. Y a decir verdad, lo mismo ocurría con todos los otros relojes grandes y chicos de la villa. Nunca hubo otro lugar semejante para saber la hora exacta. Cuando el gran badajo consideraba oportuno decir: «¡Las doce!», todos sus obedientes seguidores abrían la boca simultáneamente y respondían como un verdadero eco. En una palabra: los buenos burgueses eran aficionados a su repollo agrio, pero estaban orgullosos de sus relojes.
Todas las gentes que poseen sinecuras son más o menos respetadas, y como el campanero de Vondervotteimittiss tiene la más perfecta de las sinecuras, es el más perfectamente respetado de todos los hombres del mundo. Es el principal dignatario de la villa, y los mismos cerdos lo miran con un sentimiento de reverencia. Los faldones de su levita son mucho más largos; su pipa, las hebillas de sus zapatos, sus ojos y su barriga, mucho más, grandes que los de cualquier otro señor del pueblo; y, en cuanto a su papada, no sólo es doble, sino triple. 
Acabo de pintar la feliz condición de Vondervotteimittiss. ¡Lástima que tan hermoso cuadro tuviera que sufrir un cambio!
Era un viejo dicho de los más prudentes habitantes que «nada bueno puede venir del otro lado de las colinas»; y en verdad parece que las palabras tuvieron algo de proféticas. Faltaban anteayer cinco minutos para mediodía cuando apareció un objeto de aspecto muy extraño en lo alto de la colina del este. Semejante suceso atrajo, por supuesto, la atención universal, y cada pequeño señor sentado en un sillón con asiento de cuero volvió uno de sus ojos con asombrada consternación hacia el fenómeno, mientras mantenía el otro en el reloj de la torre.
En el momento en que faltaban sólo tres minutos para mediodía se advirtió que el singular objeto en cuestión era un joven muy diminuto con aire de extranjero. Descendía las colinas a gran velocidad, de modo que todos tuvieron pronto oportunidad de mirarlo bien. Era en verdad el personaje más precioso y más pequeño que jamás se hubiera visto en Vondervotteimittiss. Su rostro mostraba un oscuro color tabaco y tenía una larga nariz ganchuda, ojos como guisantes, una gran boca y una excelente hilera de dientes que parecía deseoso de mostrar sonriendo de oreja a oreja. Entre los bigotes y las patillas no quedaba nada del resto de su cara por ver. Llevaba la cabeza descubierta y el pelo cuidadosamente rizado con papillotes. Constituía su traje una levita de faldones puntiagudos, de uno de cuyos bolsillos colgaba la larga punta de un pañuelo blanco, pantalones de casimir negro, medias negras y escarpines de punta mocha con grandes lazos de cinta de satén negra. Bajo un brazo llevaba un gran chapeau-de-bras y bajo el otro un violín casi cinco veces más grande que él. En la mano izquierda tenía una tabaquera de oro de la cual, mientras bajaba la colina haciendo cabriolas y toda clase de piruetas fantásticas, aspiraba incesantemente tabaco con el aire más satisfecho del mundo. ¡Santo Dios! ¡Qué espectáculo para los honestos burgueses de Vondervotteimittiss!
Hablando francamente el individuo tenía, a pesar de su sonrisa, un aire audaz y siniestro, y mientras corcoveaba derecho hacia la villa, el viejo aspecto de sus escarpines mochos despertó no pocas sospechas, y más de un burgués que lo miraba aquel día hubiera dado algo por atisbar debajo del pañuelo de algodón blanco que colgaba tan importunamente del bolsillo de su levita puntiaguda. Pero lo que provocaba justa indignación era que el picaro galancete, mientras daba aquí un paso de fandango, allí una vuelta, no parecía tener la más remota idea de eso que se llama guardar el compás.
Las buenas gentes del pueblo apenas habían tenido tiempo de abrir por completo los ojos cuando, faltando medio minuto para mediodía, el bribón se plantó de un salto en medio de ellos, hizo unchassez aquí, un balancez allá y luego, después de una pirouette y de un pas-de-zephyr, subió como en un vuelo hasta el campanario del edificio de la Municipalidad, donde el campanero, estupefacto, fumaba con expresión de dignidad y espanto. Pero el pequeño personaje lo tomó de inmediato por la nariz, lo sacudió y lo empujó, le encajó el gran chapeau-de-bras en la cabeza, se lo hundió hasta la boca y entonces, enarbolando el violín, lo golpeó tanto y con tanta fuerza que entre el campanero tan gordo y el violín tan hueco se hubiera jurado que había un regimiento de tambores redoblando la retreta del diablo en lo alto del campanario de la torre de Vondervotteimittiss.
No se sabe qué acto desesperado de venganza hubiera provocado en los habitantes este ataque sin conciencia, de no ser por el importante hecho de que entonces faltaba sólo medio segundo para mediodía. La campana estaba a punto de sonar y era una cuestión de absoluta y suprema necesidad que todos pudieran mirar bien sus relojes. Parecía evidente, sin embargo, que justo en ese momento el individuo de la torre estaba haciendo con el reloj algo que no le correspondía. Pero como empezaba a sonar, nadie tuvo tiempo de atender a sus maniobras, pues estaban todos entregados a contar las campanadas.
-¡Una! -dijo el reloj.
-¡Uuna! -repitió como un eco cada viejo y pequeño señor en cada sillón con asiento de cuero, en Vondervotteimittiss-. ¡Uuna! -dijo también su reloj-. ¡Una! -dijo también el reloj de su mujer-. ¡Uuna! -los relojes de los muchachos y los pequeños y dorados relojitos de juguete en las colas del gato y el cerdo.

-¡Dos! -continuó la gran campana.

 -¡Tos! -repitieron todos los relojes. 

-¡Tres! ¡Cuatro! ¡Cinco! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nueve! ¡Diez! -dijo la campana. 

-¡Dres! ¡Cuatro! ¡Cingo! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nuefe! ¡Tiez! -respondieron los otros.

 -¡Once! -dijo la grande.

 -¡Once! -asintieron las pequeñas.

 -¡Doce! -dijo la campana.

 -¡Toce! -replicaron todos, perfectamente satisfechos, y dejando caer la voz.

 -¡Y las toce son! -dijeron todos los viejos y pequeños señores, guardando sus relojes. Pero el gran reloj todavía no había terminado con ellos.

 -¡Trece! -dijo.

 -¡Der Teufel! -boquearon los viejos y pequeños hombrecitos empalideciendo, dejando caer la pipa y bajando todos la pierna derecha de la rodilla izquierda.

-¡Der Teufel! -gimieron-. ¡Drece! ¡Drece! ¡Mein Gott, son las drece! 

¿Para qué intentar la descripción de la terrible escena que siguió? Todo Vondervotteimittiss se sumió de inmediato en un lamentable estado de confusión. 

-¿Qué le pasa a mi fiendre? -gimieron todos los muchachos-. ¡Ya tebo esdar hambriento a esda hora! 

-¿Qué le pasa a mi rebollo? -chillaron todas las mujeres-. ¡Ya tebe esdar deshecho a esta hora! - 
¿Qué le pasa a mi biba? -juraron los viejos y pequeños señores-. ¡Druenos y cendellas! -y la llenaron de nuevo con rabia y, reclinándose en los sillones, aspiraron con tanta rapidez y tanta furia que el valle entero se llenó inmediatamente de un humo impenetrable. 
Entretanto los repollos se pusieron muy rojos y parecía como si el viejo Belcebú en persona se hubiese apoderado de todo lo que tuviera forma de reloj. Los relojes tallados en los muebles empezaron a bailar como embrujados, mientras los de las chimeneas apenas podían contenerse en su furia y se obstinaban en tal forma en dar las trece y en agitar y menear los péndulos, que eran realmente horribles de ver. 
Pero lo peor de todo es que ni los gatos ni los cerdos podían soportar más la conducta de los relojitos atados a sus colas, y lo demostraban disparando por todas partes, arañando y arremetiendo, gritando y chillando, aullando y berreando, arrojándose a las caras de las gentes, metiéndose debajo de las faldas y creando el más horrible estrépito y la más abominable confusión que una persona razonable pueda concebir.
Y el pequeño y desvergonzado bribón de la torre hacía evidentemente todo lo posible para tornar más afligentes las cosas. De vez en cuando podía vérselo a través del humo. Estaba sentado en el campanario sobre el campanero, que yacía tirado de espaldas. El bellaco sujetaba con los dientes la cuerda de la campana y la sacudía continuamente con la cabeza, provocando tal estrépito que me zumban los oídos de sólo pensarlo. Sobre su regazo descansaba el gran violín, y lo rascaba sin ritmo ni compás con las dos manos, haciendo una gran parodia, ¡el badulaque! de «Judy O’Flannagan and Paddy O’Rafferty».
Estando las cosas en esa lastimosa situación abandoné el lugar con disgusto, y ahora apelo a todos los amantes de la hora exacta y del buen repollo agrio. Marchemos en masa a la villa y restauremos el antiguo orden de cosas reinante en Vondervotteimittiss, expulsando de la torre al pequeño individuo. 

viernes, 30 de octubre de 2015

Y solo la noche larga de recuerdos recurrentes
Los Poemas de José Ramón Mercado*

todos me preguntan por claudia

                                                                








I
Todos me preguntan por Claudia
Y Claudia no era sino esa muchacha arisca
Que pasó por mi vera como una ilusión
Ahora todos me preguntan por ella
El bombero que anda en zozobra
Las palanqueras que gritan las calles
La modista que cose a domicilio
El profesor que da clases de inglés
La vecina que se desperdicia cada noche

II

Todos me preguntan por Claudia
Y Claudia no es más que esa muchacha vivaz
Que se fue a Miami esa vez
Con el cepillo de dientes
La faldita arriba de las rodillas
La tanga de color escarlata
Y sus ojos de esperanza

III

Se fue sin despedirse siquiera
Casi viringa y desvirgadita
Con sus senos de paloma esquiva
Los pezones como milagros
Metió en la mochila sus sueños
Y su alma devoradora casi angelical
Pero yo no soy un poeta adolescente
Esa clase de gente que se desarraiga
Aunque quiera volar de todas partes

Todos me preguntan por Claudia
Esa muchacha vivaz
-Dulce bocato di cardenali-
Que no sé si fue mentira
O verdad de mis sueños

Claudia esa vez
-Como extraño contrabando-
Solo se llevó mi libro de poemas

amor último de claudia















Claudia me dejó un dolor de varios días
En mi alma única
Dolor de Claudia
Dolor mío
Que yo ando
Amortiguando
Muerto de amor
Aunque todavía
Viva muriendo
Preguntando por ella
En las tiendas de modas
En almacenes de abarrotes
De comestibles sofisticados
En todas las plazas de la ciudad
En cada lugar susceptible de recuerdo


fiebre ciega










Un día que no termina de pasar
Se me ocurrió una fiebre ciega
En la zona del deseo arcaico
Sobre la concavidad de mi cuerpo
Junto al cielo alegre de los viernes
Una fiebre que quemaba mi alma
Incendio de su cuerpo original
Sentí morir esa vez
Sobre la suya mi alma

Era Claudia sobre mi falo erguido

avisos clasificados


















I
Muchachas que arden en la fragua
Arriendan sus cuerpos nuevos
A hombres mayores de edad

II

Hacemos viajes de fantasía
                     Las 24 horas diarias
Encuéntrenos  en las páginas amarillas

III

Tenemos todo el tiempo libre
Seducción especializada
Hacemos el amor en vivo y en directo
Tú puedes ser el amante perfecto

IV

Disfrute ahora
Pague antes
Chatea conmigo en la cama
Quiero estar cerca de ti
No arriesgues esta oportunidad

V

Muchachas prepago
Expertas en lúdica de catre
Ofrecen amor incontaminado
Por módicas sumas a su alcance

VI

Se arrienda mujercita para estrenar
Secretos prohibidos
Quiero ser tu confidente
Solicite mayores informes
En el SAI de la esquina

VII

Aviso importante
En la tienda de la izquierda
Del bosque de las orquídeas
Hay niñas vírgenes
Que no han menstruado todavía
Garantizamos absoluta reserva

VIII  

Somos streaptiseras expertas
Amenizamos prebodas matrimoniales
Niñas exclusivas  cupos limitados
Somos las mejores de la ciudad
Sesiones negociables
Servicio a Domicilio

IX

Somos primerizas certificadas
Reserve su turno
Nos reservamos
El derecho de admisión
All to drink cover incluido

X

Noches blancas
Deje correr su imaginación
Todas las posturas del Kamasutra
Modelos exclusivos
Geishas y madammes expertas
Aceptamos toda clase de tarjetas

Perfomance de Claudia

        «Consistía en saber ordenar el silencio
                                                      Las horas
                                            y algunas veces
                           También la noche con su coro de bestias»
                                                     Gracia Iglesias Lodares


    














I

Aún me acuerdo de Claudia
Las palabras apagadas
La mezquindad de los años
Del eclipse de sus días
Su viacrucis de soledad recurrente

II

La vez que la conocí fue una fiesta
Era noviembre en la ciudad
Vivía una alegría cautiva
Un bluyín debajo de las caderas
Una blusa estremecida
Y los cabellos rizados y ella
Como una fotografía permanente

III

La última vez no quisiera decirlo
Era casi una lágrima descolorida
Lenta como una pesadumbre
Parecía un record de fracasos
El perfomance de la memoria triste
Le había ganado el tiempo malo y perverso
La había perdido el desmedro del oficio

IV

La última vez era solo un recuerdo
La noción ojada del rostro que era
¿Quién redujo el aire de su piel?
¿Quién mató su alegría de entonces?
¿Los miedos visibles? ¿los reflejos de su clítoris?
¿Las posturas vibrantes y los gemidos?

No hubo reversa de su pasado
                              Ni remesa de olvidos
Solo la noche larga de recuerdos recurrentes

última escena de claudia

«El tiempo pasa no nos dice nada»
                          Fernando Pessoa




















I

Claudia
Era hambrienta de amor y trapecista  de la noche
De noches enteras  sin afanes era su vida
Empezó en la periferia de la ciudad
Luego en las alcobas de sexo profundo
Después debajo de los puentes
En los bares y cuchitriles del  Arsenal
En el último puesto de los buses más tarde
Entre las murallas del pedregal a veces
Donde la cogiera la noche casi siempre
Sobre carretas cargadas de carbón al alba
Entre manes ebrios de chirrinches  otros días
En la baranda de los puentes sin alma
Husmeando siempre en la sombra flácida
Y el falo grande de los hombres del puerto

II 

Claudia
Era prenda de amor en el desasosiego                                                                                       
                                                         De los días
Erotizaba la noche en la media luna
Bocarriba esperaba las olas del mar
El perfume barato detrás de las orejas
La zapatilla enredada en los tobillos
El colorete encendido de la ilusión en los labios
Prefería los hombres en doble vía
             -por la guardia y la retaguardia-
Sin doblegarse ante la lluvia
                         Ni el cansancio áspero del oficio
Ni las horas desmelenadas de ruido
Envejeció detrás de los portales como tenía que ser

III

Claudia
Al final de los días amargos y lejanos
Quedó viviendo de los recuerdos y los olvidos
Quedó como carne desperdiciada de la orgía
Roída por la mugre del tiempo
Recordando casi siempre detrás de las ventanas
-El final del oficio-y las deshoras
Sin dientes  casi alegre  casi muda

«Dios se apiadó de mí»
«Por algo Dios me puso esta cachimba»
«Si no hubiera sido así nada tendría que recordar»


El Poeta y Escritor José Ramón Mercado
*Estos textos forman parte del libro «poemas y canciones recurrentes» que publicó Ediciones Pluma de Mompox S.A en el 2008 y que el autor amablemente cedió a los lectores de La Calvaria Literatura.