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domingo, 25 de octubre de 2015

El Extraño Visitante
                                                                         a Álvaro Medina
 Por José Ramón Mercado
«Es una vieja historia compadre». «Y lo que nunca se comienza nunca se acaba». Decía casi siempre. Cada vez que comenzaba a contar algo. Alguna de esas historias que él sabía y que yo le he oído infinidad de veces. Así en silencio con esa misma devoción de la gente que oía por primera vez. 
Parece que él tenía esa costumbre pegada desde hace mucho tiempo. Y a mí se me ocurre que él se daba un aire a esos cuentos. Es decir a ese personaje de sus historias que se me aparece en todas partes. Hasta ahora no sé cuál sea la razón. Es extraño. Pero lo cierto es que en cualquier lugar lo he visto. Lo he encontrado. Lo he visto con mis propios ojos. De eso estoy seguro. Seguro de que no es un sueño. Aquí en la ciudad. En los bancos de los parques silenciosos. En las puertas de las iglesias. Allí parado. En las calles vadeando las aceras con esa dificultad que van metiendo los años y el cansancio de los oficios diarios. Así tal cual como él lo refería en esas historias. Exactamente. No sé qué es lo que me hace fija esa obsesión. 
«Siempre ocurren esas cosas compadre». Decía. Y de verdad siempre ocurren esas cosas. Porque las veces que lo he visto quiero decir que lo he encontrado en cada uno de esos personajes de la calle que me evocan su memoria su imagen de hombre vencido su impotente actitud de toro domado, a pesar de todo, experimento una rara sensación de alegría que me dura algún tiempo. 
Y cuando lo dejo de ver durante algunos días me he sentido afligido. Me ronda una tristeza. Algo así como una nostalgia. Es una especie de timidez tonta que después explota en llamitas por dentro y que hace que a uno le remueva la conciencia. 
El caso es que él tenía la costumbre de empezar esas historias de la misma manera. Igual y lo mismo que siempre. 
Por supuesto que nunca he llegado a saber por qué esa imagen está siempre volando fresca al comienzo de mis recuerdos. A veces pienso que no era demasiado viejo. Por lo menos desde que me doy cuenta él había sido así de esa edad. Lo que pasa es que tal vez se creía muy viejo. También me parece últimamente que lo que le ocurría es eso de la época. Que había leído muchos libros quizás. Y que había estado seguramente en muchas partes oyendo lo que dice la gente. 
Sin embargo él era de los tiempos de la guerra. Y acostumbraba hablar de ese tema como algo demasiado viejo. Creo que todo se debe a eso. Creo que pensaba que la guerra solo le ocurrió a él. 
Por eso sería que andaba repitiendo en cada suspiro: «La guerra es como una pena compadre. Si se le queda a uno por dentro en el fondo se encona como una espina». 
Esa cuestión de la guerra para él era como si se tratara del peso de un recuerdo muy grande que el paso de los años no lo hubiera podido borrar. 
Las frases que ponía al comienzo de esos largos relatos es lo que más he podido grabar en la memoria. Y llega un momento en que se confunde el protagonista de esas historias con la misma imagen de papá. Viéndolo bien no sé cómo llegué a ese tema. Pero te cuento que no me agrada mucho. Todo esto lo tengo bastante disperso. Como un nido de pochoclos. Y sé que es imposible ordenar estas cosas cuando honradamente solo recuerdo algunos fragmentos que son los que a él siempre le gustaba referir. Las costumbres de su época. Los pasajes de esa guerra tonta que duró mil días y la vida de ese general que vino a pelear en estas tierras. 
Muchas veces me he despertado oyéndolo decir: «Siempre empieza a clarear por donde está más oscuro». Recuerdo que papá decía esto cada vez que quería contraponer a un argumento una de sus razones de la guerra. 
Pero es ahora que vengo a comprender esto de la guerra. Pienso que papá fue un fracasado durante toda su vida por culpa de la guerra con toda seguridad. Por eso cuando tocaba el tema y pensaba al mismo tiempo lo que era y no pudo llegar a ser por esa maldita guerra creo yo se le rompió el hilo de la historia. 
Después así en ese momento era que se echaba a cavilar para ser fiel a sus recuerdos. Y cuando ordenaba bien los hechos cogiendo de nuevo el hilo de la historia reconocía bien seguro: «Ya no hay hombres así en esta época como ese general». Te cuento que algunas veces he creído que ese hombre que nombra en sus ficciones es él. La filiación de los datos y los hechos que hace de Lorenzo Sánchez casan como una pieza en ese mismo retrato de papá que conocí allá en la Estancia. 
Por supuesto con esa misma imagen de buey manso observando el insondable vacío de su propia soledad en la elementalidad de las cosas. Y para que veas siempre he tenido esa especie de pálpito eso que tienen los animales en la oscuridad para olfatear y ver el abismo. 
Esa rara impresión de que es él el que está por dentro de esos cuentos. Solo me hace dudar de su identidad con ese personaje que él nombra el recuerdo que tengo de papá una vez que dijo: «La mentira incomoda compadre. Pues siempre he creído que al que miente le brillan los ojos. Y a mí parece que eso es cierto. Porque a papá nunca le brillaron los ojos. Ni le temblaba la voz así como él decía.
Ya nadie podrá negármelo pero papá en esos cuentos lo que hacía era contar su vida. Lo que pasa es que no lo dijo nunca. Pero las palabras que iba pronunciando al salir de su boca formaban unos globitos de aire. Uno globitos minúsculos de saliva como por el efecto y la efusión de lo que estaba diciendo. 
Además uno sabe con el tiempo cuando una historia es inventada. Recuerdo también que cuando se fatigaba las palabras empezaban a salirle secas y débiles y era ahí cuando tenía que mojarse los labios con la lengua. Pero nunca se le pusieron los ojos brillantes. 
A veces se le anudaba la voz pero no perdía los estribos. Él podía conversar durante horas y horas sin desbarrarse del tema aun cuando la gente cortara la historia para reírse. Y proseguía: «Lorenzo Sánchez quedó en la ruina después de la guerra porque sus copartidarios le habían dicho que ellos ganarían la guerra y como al buen pagador no le duelen prendas él lo avanzó todo en la esperanza de una vana promesa». Y yo sé que en la vida real papá fue así como lo hizo Dios. Así como se dice. Sé perfectamente también que lo que lo llevó hasta esa miseria de sus últimos días fue esa exagerada honradez. Ese don de gente campesina. 

Incluso ese reconocimiento de las deudas contraídas formalmente en promesas que salen a relucir en momentos de esparcimiento. Por eso pienso que ese tal Lorenzo Sánchez era el mismo José-de-Jesús Conde. Sino que papá no se decía su nombre para que yo no lo supiera. O de pronto por esa rara modestia de no querer sentirse protagonista de un largo periodo de fracasos que fue su propia vida. 
Y no es que quiera seguir repitiendo ese cuento. Pero quién por aquí por estos lados no lo oyó decir  en boca de ese personaje: «Lo que es promesa es deuda compadre. Y si acaso le quedo debiendo cinco centavos cóbreselos al municipio. Bastante hambre que me hizo aguantar con eso de la espera de la pensión de guerra que nunca llegó». 
Pero yo descubrí lo único cierto y que todavía en la alcaldía del pueblo reposan esos documentos de la pensión que se quedó esperando papá. Pues abajo al final de cada uno de esos papeles se leía muy claro el nombre de-Jesús Conde. Así con esos trazos característicos de su letra de pergamino que salía de su pulso y que he reconocido en los cuadernos que yo llevaba a la escuela y que él mismo me marcaba. 
Puedo jurar que todavía muchos creen que eso no fue una confesión de papá sino algo que dijo ese protagonista principal de toda su obra. Ese tal Lorenzo Sánchez. Porque al fin y al cabo. «Al que miente se le conoce en la cara compadre». Así como decía él. 
Y a papá nunca le brillaron los ojos cuando echaba a rodar esas viejas historias. Porque de verdad él nunca dijo una mentira. Lorenzo Sánchez era el mismo José-de-Jesús Conde. Sino que papá no llevaba el apellido de mi abuelo porque no era una costumbre de la época. Eso no lo supe nunca. Sólo hasta hace poco tiempo. Siempre he tenido temor de averiguar esas cosas empolvadas por el tiempo. 
Pero quien no era hijo legítimo tenía que llevar el apellido de la madre como obediencia a la ley. Como castigo tal vez. Era costumbre de esa época en todo caso. Y sin andar averiguándolo. Por la gente vieja del pueblo he llegado a saber que mi abuelo fue un hombre llegado a estas tierras montando en un caballo moro de paso hacia otros parajes menos insólitos. Que se llamaba Manuel Sánchez. Y que hablaba como chiflando las palabras. 
Por eso tal vez reconozco ahora que en ese personaje de ojos indiferentes y vagos y cansados sin determinar nada fijo y que siempre empezaba sus historias igual y lo mismo siempre había por dentro un protagonista próximo y extraño. 
        
José Ramón Mercado, Poeta y Escritor
En pocas palabras ese mismo y obsesionante protagonista que me ronda a toda hora. En los ratos íntimos. En cualquier libro que me eche a leer en la pieza, a veces he creído que tengo parecida la risa. Esa tos seca en las noches. A veces me oigo hablar lo mismo que él. 
Últimamente me parece que soy yo el que lo busco en los recuerdos. Lo único que alcanza a diferenciarme de él es que papá perdió todas las batallas de su vida y yo en cambio estoy empezando a recuperarlas una por una. De otro modo esto mismo me ha hecho olvidar esas otras pesadillas de mi infancia que se me venían metiendo hasta en los sueños.       



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