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viernes, 30 de octubre de 2015

Y solo la noche larga de recuerdos recurrentes
Los Poemas de José Ramón Mercado*

todos me preguntan por claudia

                                                                








I
Todos me preguntan por Claudia
Y Claudia no era sino esa muchacha arisca
Que pasó por mi vera como una ilusión
Ahora todos me preguntan por ella
El bombero que anda en zozobra
Las palanqueras que gritan las calles
La modista que cose a domicilio
El profesor que da clases de inglés
La vecina que se desperdicia cada noche

II

Todos me preguntan por Claudia
Y Claudia no es más que esa muchacha vivaz
Que se fue a Miami esa vez
Con el cepillo de dientes
La faldita arriba de las rodillas
La tanga de color escarlata
Y sus ojos de esperanza

III

Se fue sin despedirse siquiera
Casi viringa y desvirgadita
Con sus senos de paloma esquiva
Los pezones como milagros
Metió en la mochila sus sueños
Y su alma devoradora casi angelical
Pero yo no soy un poeta adolescente
Esa clase de gente que se desarraiga
Aunque quiera volar de todas partes

Todos me preguntan por Claudia
Esa muchacha vivaz
-Dulce bocato di cardenali-
Que no sé si fue mentira
O verdad de mis sueños

Claudia esa vez
-Como extraño contrabando-
Solo se llevó mi libro de poemas

amor último de claudia















Claudia me dejó un dolor de varios días
En mi alma única
Dolor de Claudia
Dolor mío
Que yo ando
Amortiguando
Muerto de amor
Aunque todavía
Viva muriendo
Preguntando por ella
En las tiendas de modas
En almacenes de abarrotes
De comestibles sofisticados
En todas las plazas de la ciudad
En cada lugar susceptible de recuerdo


fiebre ciega










Un día que no termina de pasar
Se me ocurrió una fiebre ciega
En la zona del deseo arcaico
Sobre la concavidad de mi cuerpo
Junto al cielo alegre de los viernes
Una fiebre que quemaba mi alma
Incendio de su cuerpo original
Sentí morir esa vez
Sobre la suya mi alma

Era Claudia sobre mi falo erguido

avisos clasificados


















I
Muchachas que arden en la fragua
Arriendan sus cuerpos nuevos
A hombres mayores de edad

II

Hacemos viajes de fantasía
                     Las 24 horas diarias
Encuéntrenos  en las páginas amarillas

III

Tenemos todo el tiempo libre
Seducción especializada
Hacemos el amor en vivo y en directo
Tú puedes ser el amante perfecto

IV

Disfrute ahora
Pague antes
Chatea conmigo en la cama
Quiero estar cerca de ti
No arriesgues esta oportunidad

V

Muchachas prepago
Expertas en lúdica de catre
Ofrecen amor incontaminado
Por módicas sumas a su alcance

VI

Se arrienda mujercita para estrenar
Secretos prohibidos
Quiero ser tu confidente
Solicite mayores informes
En el SAI de la esquina

VII

Aviso importante
En la tienda de la izquierda
Del bosque de las orquídeas
Hay niñas vírgenes
Que no han menstruado todavía
Garantizamos absoluta reserva

VIII  

Somos streaptiseras expertas
Amenizamos prebodas matrimoniales
Niñas exclusivas  cupos limitados
Somos las mejores de la ciudad
Sesiones negociables
Servicio a Domicilio

IX

Somos primerizas certificadas
Reserve su turno
Nos reservamos
El derecho de admisión
All to drink cover incluido

X

Noches blancas
Deje correr su imaginación
Todas las posturas del Kamasutra
Modelos exclusivos
Geishas y madammes expertas
Aceptamos toda clase de tarjetas

Perfomance de Claudia

        «Consistía en saber ordenar el silencio
                                                      Las horas
                                            y algunas veces
                           También la noche con su coro de bestias»
                                                     Gracia Iglesias Lodares


    














I

Aún me acuerdo de Claudia
Las palabras apagadas
La mezquindad de los años
Del eclipse de sus días
Su viacrucis de soledad recurrente

II

La vez que la conocí fue una fiesta
Era noviembre en la ciudad
Vivía una alegría cautiva
Un bluyín debajo de las caderas
Una blusa estremecida
Y los cabellos rizados y ella
Como una fotografía permanente

III

La última vez no quisiera decirlo
Era casi una lágrima descolorida
Lenta como una pesadumbre
Parecía un record de fracasos
El perfomance de la memoria triste
Le había ganado el tiempo malo y perverso
La había perdido el desmedro del oficio

IV

La última vez era solo un recuerdo
La noción ojada del rostro que era
¿Quién redujo el aire de su piel?
¿Quién mató su alegría de entonces?
¿Los miedos visibles? ¿los reflejos de su clítoris?
¿Las posturas vibrantes y los gemidos?

No hubo reversa de su pasado
                              Ni remesa de olvidos
Solo la noche larga de recuerdos recurrentes

última escena de claudia

«El tiempo pasa no nos dice nada»
                          Fernando Pessoa




















I

Claudia
Era hambrienta de amor y trapecista  de la noche
De noches enteras  sin afanes era su vida
Empezó en la periferia de la ciudad
Luego en las alcobas de sexo profundo
Después debajo de los puentes
En los bares y cuchitriles del  Arsenal
En el último puesto de los buses más tarde
Entre las murallas del pedregal a veces
Donde la cogiera la noche casi siempre
Sobre carretas cargadas de carbón al alba
Entre manes ebrios de chirrinches  otros días
En la baranda de los puentes sin alma
Husmeando siempre en la sombra flácida
Y el falo grande de los hombres del puerto

II 

Claudia
Era prenda de amor en el desasosiego                                                                                       
                                                         De los días
Erotizaba la noche en la media luna
Bocarriba esperaba las olas del mar
El perfume barato detrás de las orejas
La zapatilla enredada en los tobillos
El colorete encendido de la ilusión en los labios
Prefería los hombres en doble vía
             -por la guardia y la retaguardia-
Sin doblegarse ante la lluvia
                         Ni el cansancio áspero del oficio
Ni las horas desmelenadas de ruido
Envejeció detrás de los portales como tenía que ser

III

Claudia
Al final de los días amargos y lejanos
Quedó viviendo de los recuerdos y los olvidos
Quedó como carne desperdiciada de la orgía
Roída por la mugre del tiempo
Recordando casi siempre detrás de las ventanas
-El final del oficio-y las deshoras
Sin dientes  casi alegre  casi muda

«Dios se apiadó de mí»
«Por algo Dios me puso esta cachimba»
«Si no hubiera sido así nada tendría que recordar»


El Poeta y Escritor José Ramón Mercado
*Estos textos forman parte del libro «poemas y canciones recurrentes» que publicó Ediciones Pluma de Mompox S.A en el 2008 y que el autor amablemente cedió a los lectores de La Calvaria Literatura.  










martes, 27 de octubre de 2015

                              

                             DOLOR DE CIUDAD

Un Lumbalú por los Cuerpos de Agua


                           Por Juan V Gutiérrez Magallanes


                                                                                                                                                                                                                





El mangle ha crecido
para sustituir los baños

Los olores avivan el verdor
de las hojas y robustecen
las algarrobas henchidas de tanino
Disfrazando las bostas del caminante  

Cartageneros indiferentes
observan a los orantes ante el altar
agonizante del Caño Juan Angola.

El mangle no deja ver el paisaje,
En cambio oculta la imagen del defecador
que con su accionar alimenta los fantasmas
de los barbudos de Chambacú

Ahora puedes orinar con libertad
la altura del mangle lo permite
puedes remontarlo para hablar
con los espíritus que presenciaron
la muerte de Gómez Jattin.

Al mangle puedes entrar,
medir sus raíces de llanto
acallar las voces de los peces
que perdieron la mirada
de las algas ausentes

El mangle te grita con voz urea,
habla con voz de agua maloliente
acaricia todas las mañanas con
vapores al esparrin pregonero

Allí están agigantados hablando
con las mariamulatas que huyen                   
del vaho cálido de las hormigas
desplazadas por las moléculas
de icopor flotando a la deriva
y a la indiferencia de la gente 

Los vendedores de minutos,
consultan las raíces del mangle mayor
hay silencio,
nunca estuvieron cuando la diáspora,
no, nunca estuvieron
 
Son nuevos en la ribera de la Ciénaga,
descansan sobre el silencio del agua,
tienen el dolor de los ausentes.
Los que allí estaban contemplaban
la brillantez del plumaje de las aves
reflejándose en las aguas

Ahora los vendedores de áreas trazadas

sobre los cuerpos de agua ofrecen
espacios extraídos con el relleno del caño
No importan los diámetros de las arterias
se estallan y se hacen negociables              
voces extendidas de loteadores
imágenes trazadas por el vuelo de las aves

La ciudad ofrecida en venta de duros
al uso de quienes miran los alcatraces
se asombran por el ofrecimiento, risa y sol

El mangle regala el magnesio de su clorofila
a cambio de la urea del prostático rugoso
que micciona sobre el lomo de sus raíces

Él anuncia en sus venas de tanino la llegada
de la marea
Premonición de otras aguas
Irán cubriendo las moles de celdillas
génesis de hipocampos y corales

Se ha inmortalizado el Espíritu del Manglar
Plañideras del novenario de Manuel Zapata Olivella
el abuelo y Martín se encaracolejan en el vaho

Caracoles danzantes,
alrededor del tambor del viejo Toribio
El cochero Juan en Chambacú,
recoge sueños de niño argonauta de Puerto Duro
siembra su pesebrera en el filo de la ribera
escucha voces del Mero Guasa de Tránsito

Raúl Gómez Jattin,
dejó sus últimas huellas
sobre la arteria de Chambacú
llevaba en su numen un poema al Pinturero
un adiós al Sargento Aguirre

Señala con su índice
las dimensiones del Parque de las Américas
Y deja que las mariamulatas,
sean las plañideras de su inhumación

Los olores del Mangle se perciben
en la entrada deTorices
se entrelazan con la soledad
de la basura del Playón del Blanco

Los ojos de los trazadores
De las moles sobre los Cuerpos de Agua
rumian sobre la indiferencia de los gobernantes
tasan bajo las hojas de periódicos enmohecidos
Tiran a la «tiña» las riberas de hombres
de atarrayas y con fuerza de canaletes,
con la convicción de pingües ganancias

Se da un Lumbalú por los cuerpos de agua,
alacenas de viejos chambaculeros
aprendieron gastronomía con los secretos
de caracol y cantos de meros guasas.
                                                                                                           
 El Candado     
 Por Miguel Facio Lince

 Sinforoso Mendoza vio la luz del día por primera vez en una de las veredas de La Villa. Una fresca casona de palma sombreada por almendros fue testigo mudo de su niñez sin preocupaciones. 
Encaramado en el corral de varetas levantado a una veintena de metros de la casa, hacia las cinco de la tarde se divertía diariamente mirando cómo entraban al encierro una a una las vacas lecheras, mansas y acostumbradas al ritual infalible del ordeño por la madrugada. Allí el aire fresco del campo inundaba los pulmones con olor de boñiga mezclado con el de los árboles y las flores de taruya que cubrían la ciénaga cercana a la casa. Concluido el desfile de las vacas, con frecuencia le gustaba escuchar a continuación a su padre, don Toño, quien recostado en un taburete contra la pared, charlaba con alguno de los amigos que siempre lo visitaban por las tardes, para hablar de animales, tierras y negocios: 
—«Este muchacho, decía don Toño agitando el brazo zurdo en dirección a Sinforoso, será médico. Sí señor, será el mejor médico de La Villa. Este no se criará como yo, chapaleando barro en invierno y tragando polvo en verano en medio del ganado. A mi muchacho lo van a respetar, porque además de médico será profesor del colegio». 
Y para demostrar la aguda inteligencia de su hijo repetía el sonsonete de siempre: 
—«Sinfo, ¿cómo hace el toro?». 
Y Sinforoso mugía como el animal. 
—«Sinfo, ¿cómo hace el perro?». 
Y el muchacho ladraba y aullaba a la maravilla. 
—«Y ahora, mijo, ¿cómo hace el turpial?». 
Y el trino de Sinforoso competía con el de esos pájaros.

Y así imitaba a la perfección la variada fauna regional, hasta que por fin el padre exclamaba satisfecho: 
—«Fíjense cómo sabe de todo. Este hijo mío será grande, de lo que no hay vaina». 
  
Cuando estuvo en edad para estudiar, lo mandaban en burro todas las mañanas a la escuela rural. Pero como se le dio por pasarse el tiempo pintando animales en el tablero e imitando sus voces y sonidos, don Toño decidió contratar un maestro particular para que viviera en la finca. «De esta manera Sinfo no desperdiciará el tiempo en tantas pendejadas de esa escuela», decía el viejo. 
Cuando ya era piernipeludo y el maestro empezó a perder dominio sobre él y a desesperarse, su padre lo envió a cursar bachillerato en La Villa. Instalado en el internado del plantel, el muchacho añoraba su finca y lloraba en los primeros días al atardecer. Por eso el padre le permitía que en cuanta oportunidad se presentara invitara a los profesores y compañeros a la finca, «para comerse un sancocho con todas las de la ley», como decía el mismo don Toño, que irradiaba felicidad en tales ocasiones, al admirar a su hijo departiendo de tú a tú con profesores sabidos y cultos, a quienes se esmeraba en prodigarles todas las atenciones de su jerarquía educativa. 
Por este modo, a punta de paseos, comilonas y tragos, Sinforoso recorrió sin tropiezos, brillantemente, como era de esperarse, el bachillerato, desde el primero hasta el último año, pues sus profesores, agradecidos, no podían menos que exaltar su inteligencia. 
Logrado el título de bachiller y festejado durante dos días el trascendental acontecimiento, con las más elogiosas cartas de recomendación de políticos y del Rector y los profesores del colegio, del Cura y del Obispo de La Villa, Sinforoso arregló su baúl con destino a la capital, rumbo a la Facultad de Medicina de la Universidad. 
Desde ese día la fortuna de don Toño comenzó a mermar visiblemente, pues en los restaurantes y cabarets de la ciudad las cosas eran a otro precio, y las invitaciones colectivas de su hijo a los profesores universitarios resultaban costosas. 
Cada periodo de exámenes significaba para el viejo la venta de varias vacas. Pero Sinfo era bruto de nacimiento y de nada le valieron los agasajos académicos y dos años de universidad, pues del primero de medicina no había logrado pasar. Triste y abatido por el fracaso, Sinfo fraguó una nueva táctica para poder continuar sus estudios con buen éxito. Según decía después, fue la idea más genial concebida en su existencia. Sinforoso resolvió casarse. Pero con una mujer blanca, hermosa, sana y fuerte como para poder darle lo que demandaba la realización de su «genial» estrategia. Él sabía muy bien que en la universidad había ocho profesores rígidos e inexorables. Entonces, si se dedicaba a tener hijos y a medida en que fueran naciendo iba nombrando padrinos de los niños a esos profesores implacables, con seguridad que los ablandaría con un vehículo superior a las exigencias de la cátedra. 
Durante ocho años consecutivos la pobre mujer de Sinfo se vio alternativamente inflada y vaciada, para que su marido pudiera al fin culminar su carrera de médico, lenta y angustiosamente, con el honroso compadrazgo de ocho profesores insignes y el rimbombante festejo de ocho bautizos, que casi terminan con la abundante vacada de don Toño. Con el diploma de médico embaulado, la mujer enflaquecida al lado y la recua de hijos detrás, el Doctor Sinforoso Mendoza Santamaría emprendió el regreso a la vereda, donde lo aguardaba un padre orgulloso y tembloroso de emoción. El pueblo entero lo recibió con cabalgatas y bandas de músicos y ron por cántaras. Fue una sola parranda de una semana completa, durante la cual el doctor Mendoza no dejó un solo día de imitar todos los animales de la región, como en sus mejores tiempos de la niñez. 
El doctor Mendoza colgó su diploma en la sala de la casa. En hilera desfiló todo el pueblo por delante del título de médico. Luego que la gente terminó de saciar su curiosidad y admiración, el doctor partió en el mejor de sus caballos, vestido de blanco íntegro, como correspondía a un galeno, rumbo a La Villa, para departir con sus colegas. Allí, al calor de unos rones, lo acosaron a preguntas capciosas y malévolas, que los médicos de La Villa le tenían cuidadosamente preparadas. Lo pusieron a tragar en seco, pues el pobre Mendoza no sabía ni de lo que le estaban hablando. Cuando más incapaz de responder se mostraba, más aturdido y borracho se veía. Sin poder contener las lágrimas, montó su caballo y regresó a su vereda. En el camino iba reflexionando: 
—«Estos pendejos se las tiran de sabios. Lo que han aprendido son términos rebuscados y nombres raros de cosas insignificantes, para simular ciencia. De todos modos, no me quedaré en La Villa, porque se dieron cuenta de que yo no sé nada. ¡Pero ellos también son unos ignorantes, carajo! 
De acuerdo con el padre decidió dejar la familia en la casa e irse solo para ejercer en un pueblo donde no lo conocieran. Uno de sus compadres de la universidad le consiguió un puesto de médico rural en un pueblito que hasta entonces supo que existía. 
Empacó su diploma junto con los demás chécheres de la profesión y se encaminó al sitio destinado, donde se instaló en el Puesto de Salud, al lado de la iglesia, diagonal a la esquina de la botica de Felipe Serpa. Inmediatamente inició el ejercicio de la profesión, pero con tan mala suerte que hombre que recetaba, hombre que moría. Los viejos del pueblo, aquejados con los achaques de salud propios de la edad, empezaron a desparecer como por encanto en cuanto iban cayendo en manos del doctor Mendoza. 
Felipe, el boticario, reclinado sobre el mostrador cuando no estaba machacando maquinalmente polvitos en su mortero de loza, no hacía otra cosa que mirar incansablemente hacia el Puesto de Salud, mientras no se hallaba ocupado en vender algún remedio. No le gustaba ese médico nada, pero nada… Aconsejados por él y por la propia experiencia que dan los años, los viejos que aún quedaban resolvieron no dejarse ni ver del galeno. Se escondieron y no se atrevían ni a quejarse de los males que sentían. Pero entonces comenzó la mortandad de la población infantil, después que pasó una más de las anuales inundaciones del pueblo por el río. 
Niño que pisaba el Puesto de Salud, niño listo para el entierro. Felipe veía desfilar cajoncitos blancos y oía doblar las campanas de la iglesia  día tras día; y mientras seguía machacando en su mortero, no dejaba de pensar: «¡Este médico es una vaina! Algo extraño tiene…» Cuando ya casi el cura no alcanzaba a enterrar a todos los pequeños que morían, el boticario llegó a la conclusión de que era necesario acabar con «Herodes», como apodaban al doctor Mendoza. Inmediatamente puso en práctica el plan madurado por él. Pagó unos pesos a una pandilla de muchachos y los mandó a desfilar a toda hora por delante del Puesto de Salud y a gritar:
«¡Herodes!...¡Tegua!...¡Mediquito!...» 
Sinforoso se escondió en el Puesto de Salud. Ni siquiera se asomaba a ver la plaza, ni echaba una ojeada a la iglesia, ni se atrevía ir al cine del pueblo. y mucho menos volteaba a mirar hacia la botica, porque adivinaba que Felipe era el instigador de la maquinación contra él. 
A pesar de todo lo previsto, Sinforoso no se marchaba. Entonces el boticario, el Cura, los notables de la población acordaron que era necesario terminarlo como médico, inmovilizarlo en el Puesto de Salud: 
«Si no lo encerramos, acaba con el pueblo». 
Por ello al día siguiente por la mañana el doctor Mendoza no pudo abrir la puerta del Puesto de Salud. Se asomó por la ventana y observó un par de argollas con un gran candado que le impedía la salida. Con un martillo rompió la puerta y se libró del encierro, mientras pensaba rabiosamente: «¡Esto tiene que ser obra del maldito boticario!». 
Pero no había terminado bien de abrir el Puesto de Salud cuando el desfile de muchachos lo hizo encerrarse de nuevo a los gritos  de:«¡Herodes! ¡Matasanos…¡Lárgate de aquí!». 
Sudoroso, con sensación de frío y desvanecimiento, el médico se dejó caer en una mecedora. «Este pueblo es malo, se decía. No sé por qué, tengo la seguridad de que el culpable de todo es Felipe. Desde que lo conocí le noté la predisposición en contra mía. Pero no puedo ni recetarlo, porque el maldito es inteligente y no me acepta nada…»  
Al siguiente día amaneció otro candado más grande pegado en la puerta del Puesto de Salud. El boticario, con una risita de satisfacción, sin dejar de moler mecánicamente algo en su mortero, por encima de las antiparras miraba fijamente hacia el Puesto de Salud, pendiente del candado. 
A medida que el tiempo transcurría, de rato en rato interrumpía su monótona tarea tras frotarse las manos con entusiasmo. Parecía que el medicastro se daba por vencido, porque no mostraba señales de vida. 
Sin embargo, para mayor seguridad del bien éxito de sus propósitos pensó que era menester dar un empujón final y que había llegado la hora de enfrentar a los dos poderes del pueblo: la religión y la ciencia, el Cura y el médico. 
Se buscó el folleto que Sinforoso había elaborado sobre medicina preventiva, copiado quién sabe de qué libro extranjero, y se lo remitió al párroco. Este no terminó de leerlo cuando lo arrojó con desprecio en el canasto de los papeles: 
«¡Habrase visto!», decía excitado y paseándose de un extremo a otro de la pieza. ¡Cómo si estuviéramos en Estados Unidos o en Suecia! ¡Ya me huele a cacho eso de motivación de las gentes, factibilidad, cobertura y el palabrerío de esnobismo que usan para todo! ¡Cobertura!...el único que cubre en este pueblo soy yo, porque soy el pollo!...¡Aquí lo que nos hace falta es un albañil para que haga un pozo público para acabar con las diarreas y los médicos! ¡En seguida voy para donde este Mendocita». 
Atravesó la plaza solicitaría y polvorienta y se encaminó hacia la botica, donde pidió la llave del candado a Felipe, que se relamía de satisfacción al ver al párroco tan exaltado, y que con tanta prisa se dirigía al Puesto de Salud.  
Al abrir la puerta el Cura encontró a Sinforoso arrinconado en la mecedora, pálido y silencioso: «Mendoza, vamos a hablar, pero no como ministro de Dios yo, ni tú como médico. Me quito la sotana (y la tiró sobre una silla) porque ahora vamos a hablar de hombre a hombre». Sinforoso permaneció mudo, sin fuerzas ni para asentir ni para negarse. El Cura se condolió del hombre y sintió compasión de verdad.
«Mira mijo, dijo cambiando de tono. Yo no soy una santa paloma. A las mujeres de este pueblo me las parrandeo cuando quiero. ¡Pobres maridos!...Para decirte más: no sé ni cómo rezar, ni entiendo latín, ni creo en Dios ni en el diablo. Creo más bien que no hay pecado que no haya cometido en mi vida. Pero tú cargas con el peor de todos: estás matando a los niños…» 
Sinforoso se soltó a llorar y se reclinó en el hombre del cura. «Tiene razón en cuanto está diciendo, Padre. No soy médico a pesar de mi título. Soy un tegua, Padre…¿Pero qué quiere usted que haga?.…» Al observarlo tan empequeñecido, el Cura experimentó una profunda lástima por Sinforoso. 
«Hermano: quiero que te encuentres a ti mismo y halles tu felicidad, pero en lo futuro y en otro sitio. No debes continuar más tiempo aquí, porque tu vida misma correría peligro. Nadie sabe de qué es capaz un pueblo desesperado…Te voy a dejar el Puesto de Salud con el candado abierto…» Y se alejó con lágrimas en los ojos. 
El médico, abandonado de todos, en cuclillas por delante de su baúl, buscó en el fondo y sacó su diploma enmarcado. En letras góticas que parecían bailar ante sus ojos empañados por la tristeza, releyó una más de tantas veces desde el día en que dejó la universidad: Sinforoso Mendoza Santamaría-Doctor en Medicina y Cirugía General. 
Inmóvil, durante largo tiempo rememoró su vida de estudiante de bachillerato y de profesión. Salió de su mundo del pasado cuando una llamarada verdosa y un estampido seco estallaron repentinamente, al tiempo que pesados goterones de agua se dejaban oír al caer de lleno sobre el techo de zinc del Puesto de Salud. 
El torrencial aguacero que se desgajó duró toda la noche, hasta bien entrada la tarde del día siguiente, cuando en la misma forma como comenzó, de repente paró de llover y el sol lució con toda su brillantez. 
Con chirrido de viejos bisagrones el Cura abrió de par en par las puertas de la iglesia. Salió del atrio, escudriñó con mirada inquisitiva el cielo límpido y examinó con vista complacida la plaza del pueblo, cubierta de arena amarilla reluciente, todavía sin hollar por la planta de los hombres ni las bestias. 
         
         Miguel Facio Lince, Fresco y Vital
De pronto sus ojos tropezaron con las puertas abiertas del Puesto de Salud, y el Cura bajó la mirada con un ligero estremecimiento. ¿Milagro?, pareció preguntarse a sí mismo. Pero sin dar las gracias siquiera, se acordó fue del boticario. 
Felipe también se había apresurado a descorrer las trancas de la puerta de la sala en cuanto dejó de llover. Pero su mirada no hizo sino dirigirse inmediatamente hacia el Puesto de Salud. El corazón le saltó de contento cuando lo observó abandonado, aunque al contemplar solitarias las argollas de las puertas, su alegría se trocó en una sorda irritación que lo hizo exclamar: 
«¡El maldito tegua se cogió mi candado!»