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domingo, 25 de octubre de 2015

LA BELLA JACKIE
Por Gilberto García Mercado* 

Hay noticias trágicas que producen náuseas. Como la del obrero—la semana pasada—que se electrocutó y quedó guindando, achicharrado, del cable del fluido eléctrico. Noticias de que el perrito más querido de la Nación—el del Presidente—había adquirido el mal de rabia, y ya en plena ceremonia, produjo, conmoción, entre los ministros.
Pero afortunadamente no hubo mordidos. 
Las noticias van, pero una vez que hacen su recorrido, debido a su importancia o no, regresan, añejas, dispuestas a dormirse en los empolvados archivos de los periódicos pobres—a veces resucitan—los que apenas salen al ruedo, son opacados por los grandes diarios del país, desaparecen. 
El que el perro del Presidente contrajera el mal de rabia, presenta dos puntos de vista: El que la Primera Dama y su séquito de Palacio no hayan administrado autoridad entre los que ella manda, y hayan perpetuado la negligencia de no vacunar un perro que bañan con champús de oro y petróleo, pero no lo vacunan. 
Segundo: el Presidente sí está haciendo las cosas bien y no le queda tiempo para jugar con sus cachorros. De las mordidas que se libró el Señor Presidente. 
Entre discurso y discurso van camufladas las noticias. Por eso, cuando escuché el Noticiero de la Noche, en la televisión, dije: «Esa es Jackie». Había sido identificada como una NN. Había identificado, yo, la primera noticia. Y así se van originando las noticias como una cadena infinita que finalizaría con la exterminación del mundo. Pero qué va. La nada, vacío que dejaría el mundo en el espacio, seguiría siendo noticia, por toda la eternidad. 
En el discurso del Presidente—esta mañana—quedó todo en claro: Habría amnistía para los guerrilleros que se acogieran al proceso de paz. Otra noticia, importante, para el país. 
Eso de escribir noticias judiciales, sin que lo asciendan de cargo, porque yo estudié periodismo cultural, aburre demasiado. 
A mí me gustaría trabajar en lo mío: Hacerle grandes reportajes y crónicas a los escritores del país. Y escribir cuentos y novelas. Pero el caso Jackie, la NN aparecida muerta, en el noticiero de la televisión, me hizo pensar en algo: Yo era hasta el momento, lo que Jackie: Un reportero judicial. Pero yo no me metía en problemas. A ella le dieron un premio de periodismo, porque denunció a unos narcos. Y creo que el premio le costó la vida. 
Jackie, la bella Jackie. Hay quienes auguraron un buen destino para ella. Alguien dijo: «Ni que me maten, le haría daño a ese angelito». La bella Jackie. Por lo visto nadie la ha reconocido. O sino ya el teléfono hubiera sonado. Y el jefe de redacción ya me hubiera dicho: «Estamos de luto, George. Pero escribe la noticia». Un periodista tiene que ser un sabueso. Así que me levanté como un resorte. Agarré mi camisa, mi grabadora, mi cuaderno de apuntes. Y salí. Como era octubre, las avenidas estaban desoladas. Pero en algunas había algunos trancones ocasionados por la lluvia. 
En una ciudad como la capital, yo conduzco el medio de transporte más eficaz para los trancones: La moto. En un instante llegué al lugar del crimen. Como no habían cerrado edición, calculé que tendría como dos horas para escribir la crónica. Sería una chiva, porque nadie la habría reconocido. Triste noticia trágica. ¿Cómo reconocerla si su rostro estaba desfigurado por algún ácido de batería de carro? Sólo la faldita amarilla que nadie le conoció, y la blusita, juvenil era ella—con figuras de los picapiedras—la identificaba. 
Se había puesto su vestido más juvenil después que me dejó en el apartamento. «Chau, chau, querido. Nos vemos en el periódico», dijo. Abrí la ventana y la vi bajar por los escalones del segundo piso. Moví la cabeza hacia donde yo la despedí con un beso. Y mi corazón palpitó acelerado. Qué extraño iba a una cita con la muerte. 
Jackie era apasionada. Me enseñó los pormenores del sexo. Cuando el director me presentó a los demás periodistas diciendo: «Este será su nuevo compañero», Jackie fue la única que sonrió. Los demás, con aire de haber conquistado el mundo, apenas si dirigieron sus ojos hacia el muchacho de cara pecosa y bajo de estatura. Oí a alguien que dijo: «Tiene pinta, pero de...». 
Por encargo del director, Jackie me mostró el periódico. Se llamaba «El Diario» y a su subdirector lo había visto cierta vez agarrado de la mano con Jackie. 
Era la periodista estrella. Dominaba todos los campos del periodismo. El subdirector debía de tenerle miedo, pues ella nunca había aceptado sentarse a una mesa a coordinar el periódico. Odiaba aquellos puestos de privilegio. Lo suyo estaba en lo que hacía: Disfrazarse, hacerse pasar a veces hasta de expendedor y consumidor de drogas, sólo para darle duro por la cabeza a los demás periódicos de la nación. 
Yo no la amaba. La admiraba por sus crónicas en las que describía con una tranquilidad pasmosa los casos judiciales de la ciudad y el país con un lenguaje policíaco que hacía que el lector no quedara contento, si no leía, de un tirón, todo el relato. 
Pero cuando la vi ahí tirada, con la cara destrozada. Y con su boquita de mujer de Oriente, sentí, otra vez, odio por ella. 
«Tonta», murmuré.  
Quité la sábana que cubría el resto de su cuerpo. Y le vi los pechos intactos. Sus piernas bronceadas en la playa, con algún amante nuevo. Tomé los datos, fotografías. Al día siguiente «El Diario» sería el único periódico que traería en primera página la noticia de la muerte de Jackie. Mientras los demás periódicos la describían como una NN, yo relataba con nombres propios—y ya soltando mi periodismo cultural—los pormenores del asesinato de Jackie. 
Hubo de pasar el relato por las manos del subdirector, quien respiró aliviado, y por las manos del jefe de redacción encargado, para aprobar su publicación. 
«El Diario» se vendió. 
El director, quien nunca me paró bolas, me llamó a su flamante oficina. Y estuvimos conversando como una hora. De ahí salí triste y compungido. El director me había dicho: «Se queda si ocupa el puesto de Jackie». Le dije que lo mío no eran los hechos de sangre. Pero el director era un hombre inflexible y obstinado. Por cinco minutos sostuve mi cabeza entre las manos. Y me acordé de las últimas noticias que recordaba mi mente de periodista: El hombre electrocutado, guindando, achicharrado, de un cable del fluido eléctrico. Y el mal de rabia del perro del Presidente. Pasado los cinco minutos, me encontré en la calle con un frío artificial por la muerte de Jackie, con la grabadora dentro del bolsillo, y pidiéndole a Dios que me dejara trabajar como un periodista cultural... 
*Director de La Calvaria Literatura. Este texto fue ganador del Concurso Nacional de Cuentos Festival Música del Caribe 1997. Lo publicó Jorge García Usta en el Suplemento Dominical SOLAR de El Periódico de Cartagena.


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