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miércoles, 29 de julio de 2015

Para Salvarlo del Diluvio


MIGUEL FACIO LINCE: FRESCO Y VITAL

El Hombre Sin Personalidad

La vida rutinaria de La Villa es desesperante. ¿Qué hacer en ella, en medio del marasmo de los días sin huella y de las noches oscuras y melancólicas, en que ancianos, adultos, jóvenes y niños parece como si tuvieran la misma edad, pues practican los mismos juegos y se aburren de las mismas cosas?
La uniformidad deprimente de un día tras otro empuja a los hombres de La Villa a buscar la alegría artificiosa de unos rones o cervezas calientes en la única cantina con salón de billares, en donde se casan partidos de dos contra dos y hay mesas regadas en el patio para jugar naipes, dados, damas, ajedrez y cuanto pueda a ayudar a matar el tiempo. 
Los que no participan en los juegos se arremolinan alrededor de las mesas y se arrellanan en bancas a lo largo del salón de billares, para emocionarse también con los jugadores. 
Otros hombres se sientan en el parquecito frente a la cantina, a ver pasar a una que otra mujer joven para hacer malabares mentales con el sexo, o a echar castillos en el aire mientras viajan y se trasladan a sitios que solamente existen en la imaginación calenturienta de ellos. 
A medida que avanza la noche la mayoría comienza a dar cabezazos de sueño, pero se aguantan hasta tarde en la cantina, para ver si alguien logra una larga serie de carambolas o ejecuta alguna jugada fulminante en cualquiera de las mesas. 
La ociosidad es madre de todos los vicios y también de todos los chistes crueles y chanzas pesadas que se inventan a manera de diversión. 
Es el caso de lo que ocurrió con el dueño de la cantina y el reluciente reloj que marcaba las horas, los minutos y los segundos que permitían cobrar el tiempo exacto de cada partido de billar. 
Una noche el reloj desapareció misteriosamente de la repisa donde estaba a la vista de todo el mundo en la pared. En medio de las miradas socarronas y las risitas contenidas de los espectadores, el dueño lo buscaba frenético de ira debajo de las bancas, en los rincones y en los sitios más insospechados. 
Trinaba de rabia y maldecía la madre del ladrón en la forma más soez. Pero nada encontró. Dos semanas después, cuando le tocó hacer la periódica limpieza del tinajero y echar alumbre al agua de beber, allí lo halló oxidado en el fondo de la tinaja. Afortunadamente el reloj de la iglesia contigua al parquecito, donde sonaban las horas, las medias y los cuartos de hora, permitieron superar la pérdida ocurrida. 
Pero desde entonces era raro el partido de billar que no daba lugar a una pelotera entre el propietario de la cantina y los jugadores de turno, por no saber la duración exacta del tiempo jugado, que se definía siempre cuando el cantinero recogía las bolas de la mesa de billar y salía hasta la puerta, seguido de los espectadores, para determinar en el reloj público el tiempo que era necesario pagar. 
Goyo Río era el más empedernido y el de mayor edad de los jugadores habituales de la cantina, gente joven en su casi totalidad. A pesar de ser casado y tener cuatro hijos ya, hacía parte de una «cuerda» de muchachos solteros, con los cuales era inseparable. 
Una noche jugaban al «platillo», que consistía en colocar un plato en el centro de la mesa de billar, para que todo el que lo tocara con alguna de las bolas pusiera cada vez veinte centavos en él. Cuando alguien hacía tres carambolas seguidas sin tocar el plato, recogía todo el dinero depositado allí. Esa noche memorable llegó un instante en que el platillo estaba tan repleto de monedas que ya resbalaban y caían al paño del billar. 
Fue ese el momento en que la plantica eléctrica de la cantina comenzó a subir y bajar de ritmo repentinamente, hasta que dio un resoplido final y todo quedó a oscuras. 
La Villa Imponente
Se produjo en seguida una rebatiña de gritos y golpes en que nadie sabía quién pegaba. 
El cantinero corrió en busca del candelero previsto para estas emergencias. A la luz vacilante de la vela todos los espectadores contemplaron asombrados el platillo vacío, con unas cuantas monedas regadas sobre el billar. 
El dueño de la cantina sentenció manoteando: 
«Esta vaina tuvo que hacerla uno de los que estaban cerca del billar. ¡Esto fue alguno de los jugadores, carajo!» 
Inmediatamente gritó uno de los muchachos: 
«¡Por mi madre que fue uno de nosotros!...¡Qué se mueran los hijos del hijo de puta que se cogió la plata!». 
Goyo Ríos rugió: «¡La puta madre de todo el que crea que fui yo, carajo!». 
Y salió enfurecido de la cantina. En mitad de la calle se dio cuenta que llevaba el taco de billar en la mano y lo tiró con rabia al subir al pretil de su casa. 
Su esposa, Chepa, se despertó asustada con el ruido inusitado de la puerta, abierta de un violento empujón. «¿Qué te pasa, mijo?...¿Vienes bravo?». Goyo Ríos aprovechó para descargarse de su ira: «¡Malditos!...¡Pero no vuelvo a determinarlos!...¡Son unos vergajos todos!». Chepa agarró la coyuntura para darle con la cantaleta de todos los días: «Te lo vengo diciendo, mijo. Esos muchachos pueden ser hijos tuyos. Ya estás muy viejo para esa vida. Tú eres culpable de que te falten al respeto así. No tienes personalidad, Goyo».         
«¿Personalidad cómo?», preguntó él. 
Mompox, Escenario de los Cuentos de Miguel Facio
«Pues que tú no te das la importancia que mereces…Qué no pareces un hombre serio y responsable…Qué te dejas llevar por los otros…Que haces los que esos muchachos quieren. Fíjate cómo sales corriendo apenas te pitan en el carro viejo, sin preguntar ni siquiera para dónde van. Tienes que darte importancia,…que te esperen,…que te respeten…». Goyo la interrumpe y le dice: «Tal vez tengas razón, mija. Te aseguro que en adelante voy a ser distinto. Tendré personalidad con esos pendejos». Y continúan hablando largo sobre su cambio de vida con ella y con sus hijos, ya que una y otros se quejan de su indiferencia en el hogar. 
Al siguiente día, como todos los domingos y días de fiesta, muy de mañana se oyó el mismo escándalo de siempre frente a la casa de Goyo, con el carro viejo pitando sostenida y estridentemente, y los muchachos gritando a todo pulmón: 
«¡Goyo Ríos, apúrate, que vamos a llegar tarde!...Qué hubo!...¡Rápido, carajo, que estamos listos todos!». 
Con tranquilidad Goyo se acerca al poyo de la ventana, se asoma serio por ella, con la cara embadurnada de espuma, en camisilla, con una toalla tirada sobre el hombro, y les grita: 
«¡Hombre, van a tener que esperarme un rato, porque apenas me estoy afeitando¡ Apaguen ese aparato mientras salgo…Yo no…». 
No lo dejaron terminar la frase. Con estrépito de mofle roto, el motor del viejo carro fue acelerado fuertemente. Goyo Ríos palideció al darse cuenta que lo dejaban. 
Corriendo entró al cuarto, agarró los zapatos, las medias y la camisa y salió disparado detrás del vehículo, que logró alcanzar al doblar la esquina siguiente. 
Se trepó al carro y se limpió la espuma de la cara mientras acababa de vestirse en medio de protestas y recriminaciones a los muchachos: 
«¡Vergajitos!...¡Creían que me iban a dejar!...¡Desgraciados, ustedes me las van a pagar todas juntas!...». 
La personalidad de Goyo Ríos acabó de quebrarse y diluirse en medio de los tragos de ron  y los chistes y la parranda de todo el día, que fue a terminar la noche entera en el CUCAN-BAR, el único cabaret de mujeres de la vida que había entonces en La Villa. 
Con las primeras luces del alba regresó a su casa. 
Miguel Facio Lince
Como en la precipitud de la ida se le habían quedado las llaves, empezó a patear la puerta y a gritar: «¡Chepa!...¡Chepa!..». 
Asustada su esposa saltó azorada de la cama y corrió a abrirle la puerta. Goyo Ríos entró haciendo eses al caminar. Borracho como nunca, con la voz gangosa increpó a su esposa furioso: «¡Te voy a advertir una vaina!...¡No me vuelvas a hablar de personalidad!...¡Por esa maricada casi me dejan los vergajos estos!...Déjate ya de la cantaleta esa…¡Qué personalidad ni que carajo!...»